Academia de Gastronomía
de Castilla-La Mancha

¡Viva el Pavo!

Pavo-Academia de Gastronomía de Castilla-La Mancha

¡Viva el Pavo!

Antonio Illán Illán

Dios y mi familia saben que me gusta el pavo. Me encanta, hechiza, cautiva, embelesa, seduce, enajena, encandila y fascina depositar el pavo asado sobre la mesa en la cena de Nochebuena. Antes, me encantó, hechizó, cautivó, embelesó, sedujo, enajenó, encandiló y fascinó emborracharlo, rellenarlo y mimarlo en el horno hasta que tuvo su punto. Y como soy de la cervantina opinión de que donde hay música no puede haber cosa mala y, además, estoy convencido de que las ondas musicales alteran para bien la condición de los alimentos y de los guisos, yo pongo música siempre que cocino pavo, en otras ocasiones también, bueno, siempre pongo música en la cocina, pero, para el pavo, subo el volumen.

¿Qué qué música alegra al pavo? La “Sonata para piano” n.º 11 en la mayor, más conocida como “Marcha turca”, de Mozart, el genio salzburgués. Esta música es excepcional para el proceso de asado del pavo y lo que necesita para lograr el punto de exquisitez. Busco versiones de todo tipo, incluso algunas muy marchosas. Todas sirven para dar jugo a esas carnes. Estoy seguro de que a don Wolfgang Amadeus Mozart le hubiera gustado participar de esta experiencia culinaria.

Las personas mayores que esto lean, no lo de Mozart, pero sí lo del pavo, recordarán a los “paveros” y “paveras”. En muchos lugares de España y de Castilla-La Mancha, mi patria, por supuesto, existía la costumbre de que los paveros fuesen por los pueblos con su mercancía en las fechas anteriores a la Nochebuena. La tradición navideña nos recuerda que el pavo presidía el ágape en muchas mesas familiares. También nos recuerda que esas mesas eran de familias con posibles.

El pavo es monumento de los placeres gustativos. Si nos atenemos a las opiniones del padre de la gastronomía, el francés Brillat-Savarin, el pavo es “el regalo más hermoso que el Nuevo Mundo le hizo al Viejo”. Se cuenta que esta ave fue un recuerdo de viaje que trajo Hernán Cortés a su vuelta a España, después de que los aztecas se lo dieran a probar en la Indias Occidentales; sin embargo, lo más seguro es que fueran los jesuitas quienes introdujeran en Europa el guajolote mexicano, al que en España se llamó pavo; en Inglaterra, “turkey”, en Italia, “tacchino”; en Francia, “dinde” ; en Alemania, “Truthahn”; en Turquía, “hindi”; en Arabia, “turkia”; en Cataluña, “gall dindi”; en Euskera, “indioilar”; en Galicia, “pavo”; en Portugal, “peru”; en Japón, “toruko”; y en Rusia, “indeika”.

Un buen pavo (o mejor una pava joven, pues la hembra es más sabrosa que el macho) habrá de estar bien provisto de grasa; el ser grande no significa más calidad; si pesa más de cuatro kilos, la carne será menos tierna; lo importante es que esté bien cebado. Aunque en esto, como en todo, hay gustos: en Estados Unidos, que comen pavo el “Thanksgiving Day” (día de acción de gracias, cuarto jueves de los meses de noviembre), se llegan a obtener ejemplares de hasta más de quince kilos. La chicha del pavo es blanca y aterciopelada. Conviene mirar bien las patas, pues, si son rojizas o escamosas indican que ya no es joven.

Ya sé que el pavo real es mucho más literario, pero si alguien quiere entretenerse en la buena literatura “pávica”, solo debe que recordar que el pavo es el protagonista absoluto en ‘Cuento de Navidad’, de Charles Dickens, y que  Alice Munro también nos ha dejado un cuento, titulado “La temporada del pavo”. Aún doy alguna cita más, pues esto de la buena comida, la buena música y la buena literatura son perfectos invitados en la misma mesa. Hay un cuento de Alphonse Daudet, ‘Las tres misas’, que se incluye en “Cartas desde mi molino”, en el que se afirma:

“-¿Dos pavos trufados, Garrigú?

-Sí, mi reverendo, dos magníficos pavos rellenos de trufas, y puedo decirlo porque yo mismo ayudé a rellenarlos. Parecía que el pellejo iba a reventar al asarse, tan estirado estaba…”.

Incluso podemos leer, mientras pensamos en cómo guisar el ave:

En la mañana de memoria esquiva,
aún recuerdo un prado de color,
donde reinaba la figura altiva
de un pavo: yo lo amaba con ardor.
Había en él maldad y libertad,
su pico, rojo como llama ardiente;
y por los cuatro añitos de mi edad,
a mí me despreciaba intensamente.
Presas de chocolate y caramelo,
y zumos de naranja y de limón
no me servían de ningún consuelo
en la conciencia de mi humillación.
Y de nuevo llegó una gran desgracia,
que como una oleada renovó
la pena y la vergüenza de la infancia:
tú, pérfida y amada, dices ¡NO!
Todo pasa en la vida tornadiza,
pasa la pena y el amor; y al cabo,
yo te recordaré con la sonrisa
con que me acuerdo ahora de aquel pavo.

Poema «El pavo», escrito en 1920 por el escritor ruso Nikolai Gumiliov.

Dejamos las letras y vamos a la cocina. El pavipollo de tres quilos y medio de peso lo podemos asar relleno “a la catalana”, “a la vasca” o “la andaluza”, o bien poner manos a la obra con la recetilla de mi cosecha que describo a continuación.

Ingredientes

Preparo cuatrocientos gramos de carne picada (mitad ternera y mitad cerdo), media docena de ciruelas pasas y otro tanto de orejones de melocotón, cuarto kilo de castañas, un puñadito de pasas de Corinto y otro de piñones, una copa de brandy, manteca de cerdo, sal, unas ralladuras de trufa negra y cien gramos de masa de mazapán de Toledo, de lo que se vende para elaborar la sopa de almendra. Y el pavo, o mejor, pava, por supuesto.

Manos a la obra 

Echo en remojo las ciruelas, los orejones y las pasas. Luego pelo y cuezo las castañas. Después, en una sartén, pongo la manteca de cerdo (si no tengo, también me vale aceite de oliva), y, a fuego medio, sofrío la carne picada ya sazonada. Cuando ya va la carne a medio hacer, añado las ciruelas, los orejones, las pasas y los piñones. Lo rehogo todo muy bien, con mucha paciencia, añado las ralladuras de trufa, lo aparto y lo dejo enfriar.

No me he olvidado del pavo. Ya está desplumado. Lo tengo encima de la tabla de cocina, ¡tan hermoso!, ¡tan limpio! Lo sazono por dentro y le pongo la masa de mazapán bien pegada a las carnes. Entonces, lo relleno con el sofrito aromatizado con la trufa. Lo coso con hilo de cocina, una especie de bramante, muy bien. Lo cubro con una mano de manteca de cerdo y ya está ahí. Suena la “Marcha turca”, de Mozart, a toda pastilla. El pavo no baila pero parece como si su alma se hubiera removido.

El horno suave. Suena Mozart, mientras el pavo se va asando poco a poco. Cuando ya va dorado, añado el brandy, una copa, o más, si me encuentro generoso; miro la salsilla que suelta en la bandeja, y, si veo que se requema, añado unos chorritos de agua. El pavo o la pava, estará en su punto a las dos horas de horno, poco más o menos. El ojo y la experiencia no me engañan. Durante los últimos veinte minutos en la cocina no se ha oído ni un solo ruido, solo la música del genio. Apago el horno. El pavo está ahí, quieto, parece que sonríe, doradito, tierno; el aroma me sube a la nariz. ¡Rien de plus!

Lo llevo a la mesa y lo trincho en presencia con el arte que me enseñó el Marqués de Villena. El relleno y la salsilla desprendida lo aparto en cazuelas. ¡Ah! seguro que algún lector que ha llegado hasta el final se anda preguntando ¿y qué fue de las castañas? Las hice puré. Todos miran impacientes blandiendo cuchillo y tenedor. Voy sirviendo con parsimonia. Primero a los niños. Luego a las adultos. El último yo.

¿Les ha gustado? Pues ¡manos a la obra! que de verdad el pavo está mucho mejor sobre los manteles que leído en un artículo. ¡Que aproveche!